Miguel siempre decía que los viajes ilustran. Era agente viajero. En cambio, yo viajo solo en caso necesario. Hoy, por ejemplo, debo ir a reconocer su cuerpo.
El teléfono sonó temprano para avisarme del accidente. No tuve ningún presentimiento, como suelen tenerlo muchas personas. Quienes acostumbramos a recluirnos en nuestro propio interior, nos resulta complicado entender el mundo exterior. Mejor dicho, carece de atractivo. Supongo que esto se debe a que desde niña desarrollé alergias. Los niños se burlaban de mí cuando mi cuerpo se llenaba de erupciones rojas y dos manos resultaban insuficientes para calmar la comezón. Me ponían diferentes apodos, La Calamar era el más frecuente. Una de las razones por las que me casé con Miguel fue su ausencia prolongada debido a su trabajo. Disfruto de la soledad. Tampoco me afectaban sus despedidas. Siempre auguraba que podía ser la última vez que estábamos juntos. Me consideraba fuera de esa realidad.
El autobús va semivacío, para mi satisfacción. Detrás de mí sube un matrimonio de edad madura: él, de cabello cano; ella, pelo rubio y labios rojos. Ocupan los asientos de un lado. Hablan fuerte y se reprochan mutuamente nimiedades.
—Ya comiste demasiado chocolate, por favor —amonesta ella.
—No pasa nada —responde él.
—Por supuesto pasa, me molesta el aroma.
En cambio, a mí me fascina, mas no lo puedo comer por mis alergias —Pienso.
—Yo no te obligo a dejar el lápiz labial —acusa.
—Cuando nos conocimos dijiste que mis labios eran hermosos, ¿recuerdas?
El hombre tarda unos segundos en responder.
—Bueno, de alguna manera tenía que conquistarte —dice, acariciándole la barbilla—, deberías aprender a pintarlos. Siempre te sales de los límites establecidos.
Percibo en la voz cierto cinismo y en silencio me solidarizo con ella.
Pocas veces discutí con Miguel. Generalmente encontrábamos la solución en la distancia: él subía a la azotea para alimentar las palomas que anidan debajo del tinaco de agua y cuando regresaba, se enfrascaba en alguna lectura.
—¡Infeliz! De haber sabido que… —Los vecinos de asiento prosiguen con la discusión.
—¿No te hubieras casado conmigo? —ríe burlonamente el hombre—. Nadie pensaría que cumplimos veinticinco años de matrimonio.
Medito en las palabras. ¿Es posible convivir tanto tiempo con alguien a pesar de estos conflictos? El trabajo de Miguel, sus salidas constantes, me resultaba un alivio. Estoy convencida que me casé por amor. Y el fundamento de ese amor siempre fue que nos veíamos poco. Estoy segura de que la distancia entre dos personas que se aman no depende del lugar en que se encuentre cada uno, sino en la falta de comprensión del mundo interior. También supongo que, como todos los agentes viajeros, tendría alguna aventura. Nunca me afectó al grado de hacer escenas de celos. Tampoco es mi costumbre invadir la intimidad de los otros.
Conforme el autobús avanza, el calor aumenta tanto como el aroma a chocolate. De reojo veo al matrimonio en arrumacos eróticos, ella extiende la mano y me ofrece un chocolate. Acepto el dulce, lo meto en mi bolso, me levanto de mi asiento y busco un lugar en los asientos traseros para evitar cualquier contacto. El ruido del motor del autobús disminuye los rumores de la pareja. Al llegar a nuestro destino espero a ser la última en bajar. El lápiz labial de ella se queda olvidado en el asiento. Lo recojo del suelo y los busco para devolverlo. Se pierden entre la gente, tomados de la mano, gozosos. Afuera de la terminal tomo un taxi y entrego al taxista el papel con el domicilio del anfiteatro.
«¿Trabaja ahí?», me pregunta con la indiscreción propia de los taxistas. Niego con la cabeza. «¿No me diga que va a reconocer un cuerpo?», pregunta insistente y sin esperar respuesta, prosigue. «Me ha tocado llevar muchos viajes ahí. Y más ahora con tantas muertes… ya ve cómo está la situación en el país». Mi sollozo hace callar al hombre, quien me ofrece sus condolencias y un pañuelo. Apaga la radio y guarda silencio.
«Llegamos al anfiteatro. Lo siento mucho». Me entrega una tarjeta y agrega, «por si requiere mis servicios». Le doy las gracias y bajo del auto. Entro al edificio. Percibo el intenso aroma a formol. De recepción me envían a una oficina, de ahí a otra y otra, hasta que después de un largo proceso me hacen pasar a un cuarto con cuerpos cubiertos con sábanas grises. El encargado descubre el cuerpo y veo a Miguel. Sin rastros de sangre, parece que duerme. Abrazo su cuerpo.
—¿Podría dejarme sola unos momentos? —Le pido al encargado.
—Por supuesto, ¿estás segura? Muchas personas temen a los cadáveres.
—Sí, no se preocupe —respondo tratando de serenarme.
El hombre sale y agrega.
—Estaré afuera por si algo se le ofrece. No se quite el cubre bocas.
—Gracias.
A solas, le hablo a Miguel en silencio: No tengo nada que reprocharte, Miguel, y sí mucho que agradecerte. Tomo su mano helada. De ella cuelga una etiqueta: Traumatismo craneoencefálico. Esta imagen me hace evocar tus palabras, Miguel, tus palabras que aliviaron mi dolor cuando te conocí: «No permitas que nadie te lastime cuando te cuelga una etiqueta». Durante el viaje, hice un recuento de nuestra vida. Estoy segura de no ser la mejor esposa. Sin embargo, tú si fuste un buen marido. A pesar de mis fallos, nunca recibí reproches. Por ello, quiero hacerte un regalo, un último regalo.
Mira —dice dirigiéndose al cadáver y le muestra el chocolate que le regaló la mujer del autobús, lo coloca en su boca. Se pinta los labios saliéndose del contorno y muerde el chocolate.
Por vez primera, saboreo los placeres que dejé pasar por no comprender que solamente se vive una vez. Estoy segura de que estás sintiendo, Miguel. Dicen que el alma tarda en salir del cuerpo y quiero que te vayas contento. Repentinamente, unas protuberancias brotan en mis brazos, en mis piernas, en mi rostro. Salgo corriendo. Personal del anfiteatro me saca en camilla rumbo al área de urgencias. El médico me ausculta. Respondo con agitación a sus preguntas y me anticipo a su diagnóstico.
—Sufro de alergia a ciertos alimentos.
Me inyecta un antialérgico con las recomendaciones que conozco respecto a los alimentos y sentencia.
—La enviaré en ambulancia con el cuerpo de su marido.
El regreso a casa lo hacemos juntos. Miguel, acostado en un féretro, con rastros de chocolate en la boca.
De cuando en cuando, paso mi dedo por tu boca, te disfruto en soledad, el efecto del medicamento dura doce horas, suficientes para hacerte el amor, antes del sepelio. Siempre hay una primera vez, pienso gozosa: Los viajes ilustran.
EL VIAJE | Patricia Bermúdez
Patricia Bermúdez es una escritora mexicana nacida en León, Guanajuato, en 1960. Desde niña se interesó por la literatura y se formó en el primer Diplomado en Creación Literaria impartido por el Instituto Nacional de Bellas Artes. Ha publicado su obra en diversas antologías, entre ellas Feria de la realidad, Círculos de Agua, La vida va y Es tiempo de más. En total, ha participado en una docena de antologías y ha presentado sus textos en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Es miembro del colectivo Escritores Guanajuatenses, Capítulo León, y cofundadora de FENALEM (Feria Nacional del Libro de Escritoras Mexicanas). Además de su pasión por las letras, Patricia disfruta de dibujar, bordar, tejer y elaborar bisutería. También ama el estudio y se mantiene en constante aprendizaje.
Tengo el placer de conocer en persona a la bella Paty Bermúdez y reconozco su enorme talento, aparte es un ser de luz en la vida de muchos (me incluyo)… Llevo en mi memoria y mi corazón aquel viaje a Guanajuato juntas y lo ilustrante qué fue su compañía… Abrazo enorme señora bella🤗🤗🤗
¡Hola, Violeta! Muchas gracias por tu comentario y por compartir tu experiencia personal con Paty Bermúdez. Nos alegra mucho saber que disfrutaste del cuento y esperamos que sigas disfrutando del contenido que publicamos en vozdelnarrador.com. También hemos tenido el placer de conocer a Paty Bermúdez y estamos de acuerdo contigo en que es una persona talentosa y amable. ¡Gracias de nuevo por tu comentario y esperamos verte de nuevo por aquí!
Gracias por tus palabras, Violeta. Hermosa por fuera y por dentro.
Que buen cuento. Muchas Felicidades Patricia.