Mención honorífica No. 2

Segunda mención honorífica del II Concurso de Cuento de Voz del Narrador, se otorga al cuento:

«Talentos peculiares».

Perder candados es un talento muy particular. Por definición, no es precisamente especial ni te otorga el encanto que te dan otros talentos particulares. Hay gente que es muy buena preparando flan; hay gente a la que no le cuesta nada de trabajo trasplantar árboles pequeños, y hay gente a la que se le da bien almidonar ropa. Todos estos talentos particulares son útiles, lo que termina por dar a la persona que los posea cierta valía. Esta valía se puede confundir con encanto y, en consecuencia, convertirse en tal. Los humanos solemos mezclar ambas nociones en nuestra mente. Cuando vemos a alguien a quien consideramos útil, normalmente por motivos egoístas, decidimos que son gente encantadora. Es por esta razón que Engracia, ahora una mujer mayor, nunca fue considerada particularmente encantadora, a pesar de que poseía el talento particular de perder candados.

Si se lo preguntas ahora, se va a reír un poco y va a jurar que perder candados no es ningún talento. Añadirá, encima, que fue uno de sus peores defectos y la razón por la que nunca se casó. Ningún hombre de la época la consideraba particularmente encantadora. Por el contrario, si pudieras viajar en el tiempo y conocer a Engracia cuando tenía dieciocho años, antes de que surgiera su aversión irracional por nadar, te encontrarías con una joven que está muy orgullosa de perder candados.

La Engracia de dieciocho tenía el cabello muy oscuro y casi nada de cejas. Su padre era dueño de varias tlapalerías y ferreterías en la ciudad. Esto quiere decir que Engracia vivió bien durante su infancia: nunca pasó hambre, siempre fue a escuelas privadas y solo trabajaba cuando su papá la enviaba a alguna sucursal de cajera. Por supuesto, su padre no la enviaba a sus tiendas para que aprendiera el oficio. Más bien, Engracia pasaba algunos fines de semana y sus vacaciones en cualquiera de las tiendas para conseguir marido. Tal vez algún buen caballero necesitaría duplicar una llave, comprar mangueras de distintos diámetros o adquirir clavos para colgar cuadros.

Cuando los prospectos se enteraban de que una jovencita de rostro interesante estaba trabajando en la ferretería de su colonia o en la tlapalería de la cuadra, corrían a comprar algo, lo que fuera. Pero a Engracia ninguno le parecía particularmente bueno. Por eso se esforzaba por ser mediocre en su trabajo. Medía mal, pesaba peor y cobraba como si no tuviera cabeza. Ningún prospecto regresaba más de dos veces. Excepto Erasmo.

Erasmo, ahora es un hombre mayor que reniega de la mujer con la que se terminó casando y odia a sus nietos. Cerca de la demencia, hay días en los que de lo único que se digna a hablar es de la chica que conoció en su juventud, esa que le robó el corazón. Una tal Engracia. Él cuenta una historia en la que Engracia era una niña torpe que le rogaba a su padre que la enviara a trabajar en la ferretería cerca de casa de Erasmo porque era la única manera de verlo. Erasmo jura que esta chica estaba perdida por él y que no podía evitar ser un poco boba cuando lo atendía. La tontuela le parecía a Erasmo encantadora. No importaba que fuera una inútil que midiera mal, pesara peor y cobrara como si no tuviera cabeza. Seguro hacía un excelente flan, tenía buena mano para las plantas y le almidonaría muy bien las camisas cuando se casaran.

Hubo, pese a todo, unos asuntos. Estos asuntos necesitaban que Erasmo se hiciera cargo de ellos de manera inmediata. En estas ocasiones, el joven no visitaba a Engracia para planear mentalmente su boda, sino que genuinamente necesitaba comprar productos de ferretería. Eran las únicas ocasiones en las que se molestaba con Engracia de verdad y le dejaba de parecer encantadora.

—Un candado grande. Te estoy pidiendo un candado, niña. Por Dios —Erasmo decía casi gritando.

—Lo siento, señor. Mi papá los trajo, de verdad —respondía Engracia con cara de perdida—. Había de muchos tamaños, en serio. Pero no sé dónde están. No sé dónde los puse. Creo que los perdí.

Esta conversación cambió poco las veces que la tuvieron. Erasmo bien podría haber ido a otra ferretería, aunque quedara más lejos, pero los asuntos a atender eran una cuestión de tiempo. El joven regresaba a su casa enojado, sin candado y se topaba con la puerta de la alacena abierta sin nada adentro. Esto lo enojaba tanto que le daban ganas de romperle la cara a alguien. Con el tiempo, Erasmo simplemente no vio la utilidad de tener una esposa tan distraída. Como último intento, fue a la ferretería un día a confrontar a Engracia. No la encontró en la tienda. La trabajadora en turno le dijo que la chica se había ido a estudiar a Madrid. A Erasmo se le hizo chiquito el corazón.

En efecto, Engracia se fue a estudiar a Madrid. Ahora que es una mujer mayor y cuenta las anécdotas de su vida, las veces que ayudó en el negocio de su padre parecen tener poca importancia en su memoria. Hombres jóvenes se acercaban a la tienda para invitarle a un café o preguntarle cuántas tiendas tenía su padre. Hubo más de una vez en la que fingió ser especialmente tonta y aun así tomó tiempo deshacerse del susodicho. Con todo, no recuerda ninguna situación en específico y prefiere contar otras de sus muchas aventuras. Solo si tienes la sagacidad de preguntarle por candados perdidos, ella te dirá que lo hacía seguido y que era uno de sus peores defectos, además de la razón por la que nunca se casó. Después cambiará de tema radicalmente. Te contará de su segundo año estudiando en Madrid, cuando recibió por correo un periódico de México con una noticia subrayada y una carta de su padre. La noticia decía que un hombre había sido detenido por intento de homicidio. Se aclaraba que a este hombre le gustaba salir con jovencitas para obligarlas a ir a su casa y encerrarlas en su alacena. De acuerdo con las múltiples víctimas, Erasmo Giménez, de 23 años, nunca había podido cumplir su cometido y afortunadamente todas las chicas a las que violentó lograron escapar. La última víctima había sido la trabajadora de una ferretería cerca de la casa del perpetrador. En ese caso, sin embargo, Erasmo no llevó a la joven a su casa, sino que la llevó hasta un riachuelo a las afueras de la ciudad con la intención de ahogarla. Los gritos de la chica alertaron a un grupo de estudiantes que se encontraban cerca, quienes intervinieron y salvaron a la víctima. Una vez que fue detenido, otras víctimas se atrevieron a contar sus historias.

La carta que el padre de Engracia había enviado con el periódico hablaba de los planes navideños de la familia, de la próxima boda de su hijo mayor y hasta el final hacía mención del caso del periódico. Su padre le escribió a Engracia que Anita, la trabajadora, estaba mejor y a salvo. El padre también le pedía a su hija que, si podía, no volviera a su casa en mucho tiempo, y que, si volvía, no se preocupara, no la obligaría a trabajar en alguna de las tiendas nunca más.

Ahora bien, si escuchas esta anécdota de la boca de Engracia, ahora una señora mayor, y tienes la perspicacia de leer entre líneas, te darás cuenta de que no menciona si conocía a Erasmo Giménez o no. Lo cierto es que Engracia, a pesar de sus viajes por el mundo, no es fanática de las playas, de los ríos o de los lagos. No le gusta nadar y algunos se atreverán a decir que no sabe.

No lo sé. Lo que sí sé es que cuando le preguntas acerca de su talento para perder candados, ella jura que no existe tal talento y que, más bien, es la razón por la que jamás encontró marido. No lo dice con arrepentimiento. Engracia sabe que hay cosas más importantes que ser encantadora; por ejemplo, los talentos particulares.


TALENTOS PECULIARES | Pseudónimo: Corintio Tovar que corresponde a Catalina Tinoco Ruiz de la Ciudad de México.

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