Comida caliente y unos Nike

Conocí a Toño una vez que mi hermano mayor lo saludó en la calle. Yo tendría unos trece años, mi hermano me lleva nueve y Toño es mayor que él. Ahí lo saludé por primera vez. Mi hermano lo admiraba porque Toño era buen peleador, de esos de la calle, me contaba que una vez vio a Toño pelear contra su propio hermano —un tal “Titino”—, asaltante muy conocido de la zona donde crecimos: “Toño le ganó, le puso una tranquiza”, me lo contó entusiasmado varias veces.

Toño nunca trabajó. Seguro se las arregló desde joven para evitar hacer cualquier cosa que le mandaran. Seguro desde que era niño ya se las arreglaba para no hacer tareas. Si fue a la escuela sería de esos que por sus malas calificaciones pasan desapercibidos para el maestro, de esos que no entienden mucho la escuela porque tienen cosas más importantes en que pensar o preocuparse. Sería el foco de atención, eso sí, por sus peleas. Pelear tan bien como Toño se aprende desde niño. No lo dudo, Toño aprendió todo desde que era niño.

Ahora tiene unos veinte años que duerme en las calles. Al principio de su vida actual, cuando lo saludaba, se inventaba trabajos; me decía que estaba en tal lado ayudándole a no sé quién, que iba a lavar carros a la Comercial o al Chedraui, que estaba ayudándole a no sé qué señor que tenía un camión de mudanzas. Pero yo sabía que no era verdad. Se veía en sus zapatos desgastados, en sus pantalones sucios. Su cara ya comenzaba a arrugarse y apenas estaba llegando a los cuarenta, o al menos es lo que calculo porque nunca me ha dicho su edad.

Hace unos diez años comenzó a dormir afuera de un templo de aquí cerca. Ya no podía decirme que trabajaba en ningún lugar, pero cada que nos veíamos me aseguraba que iba a jugar futbol a la Martinica y ahí le pagaban. Un sábado que pasé por ahí, me metí al estadio. Lo vi, era balonero, balonero en la liga de los Barrios. Al final de los partidos algunos le daban unas monedas, entendí que era con eso con lo que vivía porque por aquí por la colonia nadie le daba nada. «Siempre ha sido un vago», dijo una vez una vecina; a otra la escuché decir, «Me cae re gordo»; «Ese Toño es bien ratero», me dijo un tendero en una ocasión. Mi hermano mayor me contó que lo vio intentar robarle un diablo* a una señora, él intervino y me contó que puso a Toño en su lugar. De eso hace unos cinco años.

Desde entonces he visto muchas veces a Toño por las calles. Tiene un perro que se llama Britos, un perro pequeño, café, largo y muy bravo que lo cuida en todo momento. No permite que nadie se le acerque; de todos modos, a Toño no se le acerca nadie. Cada que nos vemos —primero me ladra su perro— me pide para un taco, para un refresco, cinco pesos, para comprar tortillas. Aunque a veces sí le doy alguna, la mayoría de las veces no le doy ninguna moneda. Seguro que vive muchos rechazos, que camina por las calles sin que nadie le hable en todo un día, en todo un mes.

Poco antes de la pandemia llegó a tocar a mi casa. Llegó sin su perro, era temprano y era invierno. Me dijo que tenía hambre, que tenía algunos días sin probar nada. No sé si me mintió, seguro que sí y que solo tendría algunas horas sin comer. Le dije que me esperara ahí, fui a la cocina y le serví en un bolillo frijoles refritos con chorizo que recién me había calentado, una simple torta. La metí en una bolsa de plástico que de inmediato se empañó con vapor. La llevé a la puerta y en cuanto la vio su cara se aflojó, respiró profundo y sus ojos se le abrieron. El Toño más sincero que recuerdo haber escuchado me dijo que tenía muchos años sin probar algo caliente. Le creí, y al recordar su reacción, le sigo creyendo ahora. También le di dinero para un café que seguramente no le vendieron en el OXXO. Yo me sentí como un héroe al haberle dado lo que me sobró del desayuno, tanto, que pensé en eso muchos días. Lo busqué con la mirada por semanas. Llegó la pandemia y lo dejé de ver.

Hace unas semanas, mientras trotaba en un parque, lo vi acercarse a mí. Abrió su palma y me saludó y me detuvo. Su perro ya no me ladró, de seguro que le ha platicado de la comida caliente que le di o el perro siente que no soy peligro para ninguno de los dos. «¡Qué pues, Toño!». Ya no escucha. Sus palabras son difíciles de entender para mí, son como suspiros aspirados. Me dijo que si le daba algo de dinero y me puso una bola de pretextos: que iba a no sé dónde a trabajar, que se le habían perdido unas cosas que una señora le había dado… puras mentiras. Tuve que decirle en voz alta: «No traigo dinero, Toño. Cuando vengo a correr no me traigo nada». «¿Por qué corres?», me preguntó. No le respondí, solo le dije «Un ratito a…» y le hice un ademán de respirar. Pero pensé, no entenderías, Toño, corro por todas las cosas que has evitado en tu vida. «¿No tienes unos tenis?», me dijo. Todos los zapatos que usa son de vagabundo, rotos y sucios, agujerados por arriba y por abajo. «Ya mero llegan las aguas y mira los que traigo?». Inmediatamente pensé en unos tenis que usé cuando impermeabilicé una parte de la casa de mi mamá durante la pandemia, los dejé manchados, pero nada más que eso. Calzo uno o dos puntos más que Toño, pero le he visto puestos zapatos más grandes. «A ver, ven», le dije y me siguió. Mientras íbamos rumbo a la casa pensé en la vida de Toño y me di cuenta que a su manera piensa en el futuro y hace planes. Ya mero llegan las aguas, o sea que ya prevé que se puede enfermar si sigue con esos zapatos. Llegamos a la casa. Entré y vi mis pares de tenis, ni siquiera busqué los manchados. Escogí unos Nike de bota grises, no sé cuántas veces me los puse, pero estoy seguro que son los que menos había usado. Una vez, porque se le rompieron los de él justo antes de ir, se los presté a mi hermano cuando fue al zoológico y le protegieron bien del agua y del lodo, así es que había encontrado los tenis perfectos para Toño. Estaban recién lavados cuando se los di. Se sorprendió casi igual que aquella vez de la torta. «¡Están nuevos!», me dijo en su ingenuidad. Los metió rápido a su bolsa de plástico y se fue sin dar las gracias porque no hacía falta. Nunca pensé escribir sobre Toño, aun cuando llevo escritas varias crónicas sobre los vagabundos de la ciudad en donde vivo. Nunca pensé en escribir en el vagabundo de mi colonia, porque los vagabundos de la ciudad son problema de todos, pero los de mi colonia me recuerdan una miseria más cercana.

Estoy seguro de que, contando todos los lados por donde camine, solo Britos y yo queremos a Toño.


COMIDA CALIENTE Y UNOS NIKE | Raúl Rojas Roo

* Carretilla de carga manual en forma de «L».

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6 comentarios en “Comida caliente y unos Nike”

  1. Me encantó la historia porque hay personas que son como mi hermana que padecen de enfermedad mental y salen a la calle y piden limosna, piden ayuda , con ella han habido muy buenas personas en su camino , Toño si es que así es su persona y nombre real , Dios te Bendiga !

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