Promesa

Mis gritos parecían sonar en un planeta sordo.

—¡Polo háblame! —grité mientras empezaba a sentir que me venía un desmayo. Mi voz solo ocasionó el eco en la mina en la que veinte años atrás había pasado los mejores años de mi infancia.

Cuando lo conocí teníamos nueve y éramos vecinos en El Valladito, un pueblo de pocos habitantes cuyo principal atractivo era tener una mina de plata. Compartíamos muchas cosas en común: nuestros papás y abuelos eran mineros, nos gustaba atravesar el campo en bicicleta, tirarnos rodando de las colinas que se formaban cerca de la presa, cantábamos en el coro de la iglesia y éramos adictos a las semillas que mi abuela vendía los domingos en el campo de beisbol llanero. Hacíamos competencias en los charcos de lodo, el que quedara más limpio ganaba; pero siempre sospeché que Polo se dejaba perder, contrario a las carreritas que echábamos desde la escuela hasta el kiosco del pueblo. Mi venganza era reírme de su brazo flaco después de que me enseñaba su intento de conejo cuando llegaba primero. Cuando cumplí diez me regaló un sombrero de paja con un listón violeta y unas ramitas de lavanda que se convirtió en mi favorito para ir a arrancar juntos manzanas y naranjas en verano. El día que salimos de la secundaria le escribí una carta donde le decía que tenía miedo de que algún día nos separáramos. Cuando terminó de leerla me sonrió, frotó mi cabeza y se fue corriendo.

“Me voy para los Estados Unidos”, me dijo un día antes de cumplir dieciocho, “pero te voy a seguir llamando y escribiendo, no más es un año”. Antes de irse nos dimos por primera vez un beso. Confié en su promesa, excepto cuando sus llamadas se alargaron cinco años.

Pero ese fin de semana Polo volvió a El Valladito.

—¿Y por qué chillas? —Me dijo sonriendo y llorando después de que nos abrazamos afuera de mi casa. Tomamos las bicicletas y recorrimos el pueblo como en los viejos tiempos. Hablamos durante horas. Caminamos por la orilla de la presa, aventamos piedras al río, me dejó ganar otra vez en el charco y fuimos a cortar manzanas y naranjas. Vimos juntos el atardecer y caminamos hacia la mina. Antes de entrar me besó.

—No me voy a ir nunca —Me dijo.

Deseé con todas mis fuerzas que eso fuera verdad, que el tiempo se detuviera. Nos metimos al túnel por el que teníamos años sin pasar, pero en una de las rampas Polo dio un paso en falso y cayó. El movimiento provocó que varias rocas cayeran al mismo tiempo que él. Corrí a la salida y pedí ayuda. Solo escuchaba un quejido lejano. Los paramédicos y bomberos tardaron mucho en llegar. El rescate se extendió más de una semana. Nadie tenía la certeza de que Polo estuviera vivo. Ese derrumbe después de su caída había complicado todo.

Finalmente, después de muchos días el rescate se suspendió, y Polo cumplió su promesa de quedarse en El Valladito para siempre.


PROMESA | Noemí Álvarez Hernández

Noemí Álvarez Hernández (Guanajuato, México) escribe en su blog llamado Barbecho. Ha participado en diversos talleres literarios, siendo uno de estos el taller de escritura de la Biblioteca Central Wigberto Jiménez Moreno. En su blog, Noemí comparte historias cautivadoras que capturan la esencia de la vida cotidiana en la calle y la singularidad de personas comunes.

5 comentarios en “Promesa”

  1. Es un texto precioso. Me gusta esta idea de las promesas irrompibles por la intervención de otros o de cosas. Hay una imagen que quiero destacar porque me parece buenísima: «Mi venganza era reírme de su brazo flaco después de que me enseñaba su intento de conejo cuando llegaba primero.» Mis felicitaciones.

  2. Luis Celso López Zamora

    Promesa e «Imaginar es trascender e ir más allá que la capacidad física pudiese trasladar, y si, haciendo posible regresar de ese futuro».

    La promesa continúa viva en la mente, habitando Polo en tu corazón.

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